Es habitual hablar del triángulo aristotélico para explicar los elementos que nos sirven para entender cómo se persuade a la gente y al público en general. Pero la verdad es que en el Libro II y III de la Retórica, escrito en el siglo IV a C., el pensador griego Aristóteles nos habla con claridad, no de tres, sino de cuatro variables a tener en cuenta para disponer al público a nuestro favor.
Se persuade, dice él, por el talante cuando el discurso es dicho de tal forma que hace al orador digno de crédito. Porque a las personas honradas las creemos más y con mayor rapidez, en general en todas las cosas, pero, desde luego, en aquéllas en que no cabe la exactitud, sino que se prestan a duda. Persuado por mis características personales y profesionales (Ethos).
De otro lado, se persuade por la disposición de los oyentes, cuando éstos son movidos a una pasión por medio del discurso. Pues no hacemos los mismos juicios estando tristes que estando alegres, o bien cuando amamos que cuando odiamos. Persuado por los afectos que despierto en los demás (Pathos).
De otra parte, en fin, los hombres se persuaden por el discurso, cuando les mostramos la verdad, o que parece serlo, a partir de lo que es convincente en cada caso. Persuado por la sustancia de lo que digo (Logos).
Talante, emotividad y talento, he aquí los componentes del precipitado de la persuasión hasta ahora descubiertos. No obstante, aún nos falta un cuarto elemento para dar con la fórmula mágica: La Elocutio o Estilo.
En efecto, el discurso retórico se diferencia estilísticamente del discurso poético en virtud de su específica función persuasiva. Por eso Aristóteles nos dice que el discurso retórico es un discurso que no puede ser ni prolijo ni conciso o breve en exceso, pues correría el riesgo de no entenderse, y si no se entendiera, no persuadiría.
Por otro lado, como su función es persuasiva y con la palabra se agrada al público y el agrado produce persuasión, debe procurarse que el discurso retórico persuada con un estilo agradable que se logrará mezclando bien las palabras corrientes con las extrañas (pues lo extraño es admirable y lo admirable es deleitoso y lo deleitoso es persuasivo) e introduciendo en él el ritmo (esa biensonante recurrencia que se extrema en la poesía). Y concluye: si el discurso retórico sirve para persuadir, ha de ser fundamentalmente claro, bien ordenado y ha de exhibir ciertos ligeros aderezos pero no tan marcados que distraigan la atención del oyente del hilo argumentativo.
En resumen, persuadimos por la honorabilidad de nuestro talante y credibilidad de nuestra postura, pues los que juzgan se persuaden al suponer unas determinadas cualidades en nosotros; persuadimos por la lógica y coherencia de nuestros argumentos, pues los que juzgan se persuaden cuando se les ofrece una demostración de lo que se dice; persuadimos por los afectos que nuestros planteamientos alientan en los demás, pues los que juzgan se persuaden porque ellos mismos experimentan alguna pasión; y, finalmente, persuadimos por el estilo de nuestras intervenciones, pues la palabra bien traída agrada al auditorio y el agrado produce persuasión.